Un hombre marcado como el ganado
“Por segunda vez en mi vida me estoy tragando una sopa maruchan”, me suelta ayer temprano, por la red, un exfuncionario. Le comento que yo jamás las he saboreado. “Haces bien. De todos modos, no es el demonio que a veces dicen de ellas”.
En sus ayeres tijuanenses mi amigo las conoció. En su época de vago. A mi me gusta escuchar sus vivencias. Incursionó varias veces en California. Nostálgico, narra las placenteras tardes de beisbol que disfrutó en las gradas de 5 dólares del Dodger Stadium. Y la vez que conoció a Hank Aaron –aquel jonronero de los cerveceros de Milwaukee- allá por 1975, cuando agarró una chamba temporal como portero en el estadio de los Serafines, en Anaheim.
LOS SINSABORES DE LA VIDA BUROCRÁTICA
Al tiempo regresó a Tepic. Pronto encontró acomodo en el servicio público. A veces en alguna delegación federal, otras en el gobierno del estado. Hace 7 años lo invitaron a colaborar en un Ayuntamiento. El no quería, pero simpatizaba mucho con quien sería se jefe inmediato. Aceptó por amistad.
A diferencia de su experiencia en un cargo federal o estatal, le tenía flojera a los trienios. Sabía que a los 3 años tenía que reacomodarse en otra parte o entrar en un proceso de negociación con las nuevas autoridades municipales.
En 2005 ni siquiera tuvo que imprimir su currículum y hacer el cansado antesalismo con el alcalde entrante. Un sábado se lo topó comprando bolillo en una panadería cercana al templo de San Isidro, y ahí mismo recibió la buena nueva. No solo iba a ser considerado en la nueva administración, sino que tendría un merecido ascenso.
Los excedentes –no petroleros- en sus ingresos le sirvieron para hacerle algo de justicia a su familia. Construyó una recamarita adicional y compró un seminuevo decente para sustituir al viejo Datsun que muchos domingos se entercó en no transportar a los suyos a la playa.
Me lo topé el 2 de octubre del 2008. –Dos de octubre no se olvida-, le dije a manera de saludo en el café La Parroquia. “Y cómo se me va a olvidar, si me acaban de despedir”. Le expliqué que seguramente algún burócrata insensible aplicó a rajatabla la circular del superior, que en cuanto revisaran la lista de los cesados iban a reparar en su nombre y tan tán, a reubicarlo en alguna otro cargo.
“¿Tu crees? El nuevo jefe tiene 25 años, viene de la i-pé, en su cochina vida ha escuchado hablar de mi; además no sabe escuchar, no deja de chatear por un Blackberry y hablar por un Nextel al mismo tiempo que atiende a la gente”, se lamentaba.
Me lo volví a topar en diciembre. Andaba vendiendo su carro en un tianguis al lado de Ley Mololoa. Se habían acabado los ahorros y sus hijos necesitaban una computadora adicional para poder hacer las tareas sin tener que medio matarse por tener el control del equipo. Los problemas económicos lo tenían al borde de la separación de su esposa.
Ayer me actualizó detalles de su tragedia. En enero tuvo que vender su casa para echar a andar un negocio familiar. La mujer –quien ahora atiende un cibercafé con servicio de fotocopiado- y los hijos se refugiaron en la propiedad de los abuelos.
Él improvisó un cuarto y un baño en un terrenito de 8 por 16 que le compró a Eduardo Saucedo hace dos décadas. Vive feliz sin televisión. Se ha hecho fanático de XEW radio.
–¿Porqué no buscas oportunidad en otra parte?- lo animo. “Sin saber fui marcado como el ganado, estoy estigmatizado. Acepté una buena chamba en 2005 y ahora muchos me creen miembro de una corriente política determinada, y los adversarios de esa corriente me tienen por enemigo. Ese fue mi pecado”, me explica.
“Me cansé de tocar puertas”, suelta a manera de frase final. Noto que no quiere hablar más del tema.
Quedé de visitarlo el miércoles para ver el partido de la selección nacional. Me da las coordenadas de su nueva morada. Es un laberinto que inicia frente a la estación de los bomberos. Vive en una colonia donde la nomenclatura urbana es una ilusión. Su casa no está pintada. No quiere que interpreten la elección de algún color como un gesto político. Me dice que voy a identificarla por un poster gigante de Fernando Valenzuela en la ventana, a manera de persiana.
Llevaré un televisor pequeñito y antenas de conejo. Creo que se la prestaré para que pueda ver a su adorado Toluca los domingos. Ahí que me la devuelva cuando se acomode nuevamente y pueda comprar una; cuando ya no sean visibles las marcas de su cargo trianual… o cuando lleguen autoridades que reparen más en las capacidades que en las ligas personales.
¡Ah! Y también llevaré unas sopas maruchan. La nueva dieta de mi amigo deschambado.
DE BUENA FUENTE: Nos leemos el miércoles. Por causa de un viaje relámpago no podré redactar el “Sexenio” del martes.
En sus ayeres tijuanenses mi amigo las conoció. En su época de vago. A mi me gusta escuchar sus vivencias. Incursionó varias veces en California. Nostálgico, narra las placenteras tardes de beisbol que disfrutó en las gradas de 5 dólares del Dodger Stadium. Y la vez que conoció a Hank Aaron –aquel jonronero de los cerveceros de Milwaukee- allá por 1975, cuando agarró una chamba temporal como portero en el estadio de los Serafines, en Anaheim.
LOS SINSABORES DE LA VIDA BUROCRÁTICA
Al tiempo regresó a Tepic. Pronto encontró acomodo en el servicio público. A veces en alguna delegación federal, otras en el gobierno del estado. Hace 7 años lo invitaron a colaborar en un Ayuntamiento. El no quería, pero simpatizaba mucho con quien sería se jefe inmediato. Aceptó por amistad.
A diferencia de su experiencia en un cargo federal o estatal, le tenía flojera a los trienios. Sabía que a los 3 años tenía que reacomodarse en otra parte o entrar en un proceso de negociación con las nuevas autoridades municipales.
En 2005 ni siquiera tuvo que imprimir su currículum y hacer el cansado antesalismo con el alcalde entrante. Un sábado se lo topó comprando bolillo en una panadería cercana al templo de San Isidro, y ahí mismo recibió la buena nueva. No solo iba a ser considerado en la nueva administración, sino que tendría un merecido ascenso.
Los excedentes –no petroleros- en sus ingresos le sirvieron para hacerle algo de justicia a su familia. Construyó una recamarita adicional y compró un seminuevo decente para sustituir al viejo Datsun que muchos domingos se entercó en no transportar a los suyos a la playa.
Me lo topé el 2 de octubre del 2008. –Dos de octubre no se olvida-, le dije a manera de saludo en el café La Parroquia. “Y cómo se me va a olvidar, si me acaban de despedir”. Le expliqué que seguramente algún burócrata insensible aplicó a rajatabla la circular del superior, que en cuanto revisaran la lista de los cesados iban a reparar en su nombre y tan tán, a reubicarlo en alguna otro cargo.
“¿Tu crees? El nuevo jefe tiene 25 años, viene de la i-pé, en su cochina vida ha escuchado hablar de mi; además no sabe escuchar, no deja de chatear por un Blackberry y hablar por un Nextel al mismo tiempo que atiende a la gente”, se lamentaba.
Me lo volví a topar en diciembre. Andaba vendiendo su carro en un tianguis al lado de Ley Mololoa. Se habían acabado los ahorros y sus hijos necesitaban una computadora adicional para poder hacer las tareas sin tener que medio matarse por tener el control del equipo. Los problemas económicos lo tenían al borde de la separación de su esposa.
Ayer me actualizó detalles de su tragedia. En enero tuvo que vender su casa para echar a andar un negocio familiar. La mujer –quien ahora atiende un cibercafé con servicio de fotocopiado- y los hijos se refugiaron en la propiedad de los abuelos.
Él improvisó un cuarto y un baño en un terrenito de 8 por 16 que le compró a Eduardo Saucedo hace dos décadas. Vive feliz sin televisión. Se ha hecho fanático de XEW radio.
–¿Porqué no buscas oportunidad en otra parte?- lo animo. “Sin saber fui marcado como el ganado, estoy estigmatizado. Acepté una buena chamba en 2005 y ahora muchos me creen miembro de una corriente política determinada, y los adversarios de esa corriente me tienen por enemigo. Ese fue mi pecado”, me explica.
“Me cansé de tocar puertas”, suelta a manera de frase final. Noto que no quiere hablar más del tema.
Quedé de visitarlo el miércoles para ver el partido de la selección nacional. Me da las coordenadas de su nueva morada. Es un laberinto que inicia frente a la estación de los bomberos. Vive en una colonia donde la nomenclatura urbana es una ilusión. Su casa no está pintada. No quiere que interpreten la elección de algún color como un gesto político. Me dice que voy a identificarla por un poster gigante de Fernando Valenzuela en la ventana, a manera de persiana.
Llevaré un televisor pequeñito y antenas de conejo. Creo que se la prestaré para que pueda ver a su adorado Toluca los domingos. Ahí que me la devuelva cuando se acomode nuevamente y pueda comprar una; cuando ya no sean visibles las marcas de su cargo trianual… o cuando lleguen autoridades que reparen más en las capacidades que en las ligas personales.
¡Ah! Y también llevaré unas sopas maruchan. La nueva dieta de mi amigo deschambado.
DE BUENA FUENTE: Nos leemos el miércoles. Por causa de un viaje relámpago no podré redactar el “Sexenio” del martes.