lunes, 22 de febrero de 2016

Pabochas: La fórmula para darse a querer

Una amistad fincada en paladares felices



Por Enrique HERNÁNDEZ QUINTERO / Exclusivo Meridiano

“Boogie el aceitoso en persona”, dije bromeando cuando lo conocí en el 94, creo. Vi que no le pareció el mote, quizá por desconocer al personaje de Fontanarrosa. Mezclilla, camisa hawaiiana y grandes lentes oscuros. Algunos 130 kilos de peso.
Nunca imaginé que después de ese primer encuentro lleno de seriedad en la oficina de Toño Herrera en el IFE la constante en mis charlas con Pablo Sandoval Castañeda serían la broma, el desenfado, la ligereza, la risa. Reservado con los desconocidos, era un flan con los amigos. Después tuve la fortuna de comprobarlo.

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Tras un tiempo de no saber de él, pues estaba cumpliendo con los últimos meses de trabajo para poderse jubilar como maestro federal, coincidí en un café con él y Oscar Zúñiga. Año 2010 quizá. Tiempo le sobraba para charlar, para ver el futbol, para preparar chorizo casero, para libar con los amigos, para leer y ver cine. Puro relax. Salvo los entendibles problemas para acomodar su humanidad en el modesto VW Pointer que manejaba, Pablo era un hombre sin complicaciones cotidianas. Desde entonces no le perdí la huella.
Tenía un don nato para las relaciones públicas. Dicen los enterados que así era su padre, el legendario líder de los tablajeros. En alguna ocasión nos preparó una celestial sopa de médula al carbón. Nos la devoramos en la finca de Julio Plascencia en El Aguacate. Los más furibundos críticos de su hermano Roberto –entonces alcalde de Tepic- perdíamos belicosidad frente a sus embutes gastronómicos.
Profundo conocedor de la psiqué pueblerina, Pabochas hizo una labor extraordinaria para contener en un plano de moderación a varios personajes que entonces no comulgábamos con el proyecto sandovalista. Todo dentro de un elegante esquema de valores entendidos.
Tuvo el buen tino de contar en los últimos años con la ayuda de Abel Altamirano, heredero de la sazón del mítico restaurant Chante Clair. Y allí en su casita de la calle Ures desfilábamos para dar cuenta de unas enchiladas potosinas de concurso, de unos camarones rancheros calidad gourmet o de unos medallones a la pimienta dignos de un Cardenal.
La cosa no paraba ahí. Cuando no había desayunos o comidas, nos llamaba para que pasáramos a recoger chorizo casero que él preparaba. “Este no lo vas a repetir, lo vas a digerir sin problema”, se ufanaba. Y era verdad. Una delicia.
Su casa siempre tuvo -literalmente- la puerta abierta. En términos alegóricos lo interpreté como su deseo perenne de estar rodeado de su familia y camaradas, su alimento espiritual.
Varios amigos con peso en redes sociales, el periodismo y los grupos políticos pasábamos con regularidad a su morada a recoger viandas excelsas. Los jueves le llevaban tamales de Tuxpan y panelas de Copales. También del norte le traían camarón de estero. Otras veces llegaba de Guadalajara con un cargamento de carne para hamburguesas o finos cortes Angus. Alguna vez me pidió recoger un queso de puerco para disfrutarlo durante un América-Chivas.
Cómo no querer a ese gigantón generoso. Daba sin pedir nada a cambio.

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Como buen fumador, tenía la manía de prender varas de incienso para que su casa no oliera a tabaco. En alguna ocasión le llevé un limpiador Fabuloso con aroma a menta y desde entonces bromeaba con inequitativos “quid pro quo”: Me regalaba una docena de tamales de picadillo de camarón pero me pedía llevarle un par de limpiadores que me costaban apenas 12 pesos cada uno.
El año pasado me invitó a cenar en su casa con la senadora Margarita Flores. No pude asistir. Al día siguiente me llamó para recriminarme con el clásico “de lo que te perdiste”. –Pues si Pabochas, pero tuve que atender a mi niña enferma- le expliqué. Perdonaba pronto. “Aquí te guardé un molde con higaditos en escabeche para que pases en cuanto puedas”. Obvio, pasé y los engullí.
Muchos paladares fueron agasajados con sus atenciones inmerecidas. Le satisfacía mucho brindarse, compartir botines comestibles. Cuando podíamos le pagábamos con la misma moneda, con suculentos bocados. Pero sobre todo con cariño desmedido.
En un mundo tan lleno de egoístas y calculadores, daba gusto contar con alguien como él a quien le placía de sobre manera el dar.

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Hace un par de años viajó a Cuba para atenderse de su rodilla. Me pidió una maleta. Le presté un backpack Timberland que compré en San Diego en octubre del 2000. Le gustó tanto que al regreso de su tour por la isla hizo un pacto unilateral muy a su estilo: “Esa maleta ya es mía, pero cuando la necesites te la presto”, me notificó entre risas.
Y así lo hice. La mochilona azul fue conmigo a Los Ángeles, luego con él a tierras cubanas y de vuelta conmigo a Las Vegas. Se la regresé cuando fue a Guadalajara a un asunto de salud. Cada vez viajaba más por motivos médicos que de placer.
El viernes pasado me llamó a las 9:20 de la mañana. Me dio las gracias por un libro de Saramago que le obsequié para su convalecencia. Como siempre, hicimos bromas a costillas de nuestros amigos mutuos. Charlamos siete minutos. Me dijo que se iría a descansar un par de noches fuera de Tepic. Supuse que a la playa. –Llévate la maletita nuestra- le pedí. “Mía, es mía” me corrigió socarronamente.
A ese viaje ya no fue. Emprendió otro, más largo y en el que no era necesario empacar nada.
Ahí en la calle Ures, dónde tantas veces charlamos, reímos, comimos sin freno, bebimos café, vimos futbol, intercambiamos libros y recogimos opíparas vituallas, ahí se quedó esa maleta como inerte testigo de nuestra amistad.


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