Una amistad fincada en paladares felices
Por Enrique HERNÁNDEZ QUINTERO / Exclusivo Meridiano
“Boogie el aceitoso en persona”,
dije bromeando cuando lo conocí en el 94, creo. Vi que no le pareció el mote,
quizá por desconocer al personaje de Fontanarrosa.
Mezclilla, camisa hawaiiana y grandes lentes oscuros. Algunos 130 kilos de
peso.
Nunca imaginé que después de ese
primer encuentro lleno de seriedad en la oficina de Toño Herrera en el IFE la constante en mis charlas con Pablo Sandoval Castañeda serían la
broma, el desenfado, la ligereza, la risa. Reservado con los desconocidos, era
un flan con los amigos. Después tuve la fortuna de comprobarlo.
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Tras un tiempo de no saber
de él, pues estaba cumpliendo con los últimos meses de trabajo para poderse
jubilar como maestro federal, coincidí en un café con él y Oscar Zúñiga. Año 2010 quizá. Tiempo le sobraba para charlar, para
ver el futbol, para preparar chorizo casero, para libar con los amigos, para
leer y ver cine. Puro relax. Salvo los entendibles problemas para acomodar su
humanidad en el modesto VW Pointer que manejaba, Pablo era un hombre sin complicaciones cotidianas. Desde entonces no le perdí la huella.
Tenía un don
nato para las relaciones públicas. Dicen los enterados que así era su padre, el
legendario líder de los tablajeros. En alguna ocasión nos preparó una celestial
sopa de médula al carbón. Nos la devoramos en la finca de Julio Plascencia en El Aguacate. Los más furibundos críticos de su
hermano Roberto –entonces alcalde de
Tepic- perdíamos belicosidad frente a sus embutes gastronómicos.
Profundo
conocedor de la psiqué pueblerina, Pabochas
hizo una labor extraordinaria para contener en un plano de moderación a varios
personajes que entonces no comulgábamos con el proyecto sandovalista. Todo
dentro de un elegante esquema de valores entendidos.
Tuvo el buen
tino de contar en los últimos años con la ayuda de Abel Altamirano, heredero de la sazón del mítico restaurant Chante Clair. Y allí en su casita de la
calle Ures desfilábamos para dar cuenta de unas enchiladas potosinas de concurso,
de unos camarones rancheros calidad gourmet o de unos medallones a la pimienta dignos de un Cardenal.
La cosa no
paraba ahí. Cuando no había desayunos o comidas, nos llamaba para que pasáramos
a recoger chorizo casero que él preparaba. “Este no lo vas a repetir, lo vas a
digerir sin problema”, se ufanaba. Y era verdad. Una delicia.
Su casa siempre tuvo -literalmente- la puerta abierta. En términos alegóricos lo interpreté como su deseo perenne de estar rodeado de su familia y camaradas, su alimento espiritual.
Su casa siempre tuvo -literalmente- la puerta abierta. En términos alegóricos lo interpreté como su deseo perenne de estar rodeado de su familia y camaradas, su alimento espiritual.
Varios amigos
con peso en redes sociales, el periodismo y los grupos políticos pasábamos con
regularidad a su morada a recoger viandas excelsas. Los jueves le llevaban
tamales de Tuxpan y panelas de Copales. También del norte le traían camarón de
estero. Otras veces llegaba de Guadalajara con un cargamento de carne para hamburguesas
o finos cortes Angus. Alguna vez me pidió recoger un queso de puerco para
disfrutarlo durante un América-Chivas.
Cómo no querer
a ese gigantón generoso. Daba sin pedir nada a cambio.
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Como buen
fumador, tenía la manía de prender varas de incienso para que su casa no oliera
a tabaco. En alguna ocasión le llevé un limpiador Fabuloso con aroma a menta y
desde entonces bromeaba con inequitativos “quid pro quo”: Me regalaba una
docena de tamales de picadillo de camarón pero me pedía llevarle un par de
limpiadores que me costaban apenas 12 pesos cada uno.
El año pasado
me invitó a cenar en su casa con la senadora Margarita Flores. No pude asistir. Al día siguiente me llamó para
recriminarme con el clásico “de lo que te perdiste”. –Pues si Pabochas, pero tuve que atender a mi
niña enferma- le expliqué. Perdonaba pronto. “Aquí te guardé un molde con
higaditos en escabeche para que pases en cuanto puedas”. Obvio, pasé y los
engullí.
Muchos
paladares fueron agasajados con sus atenciones inmerecidas. Le satisfacía mucho brindarse, compartir botines comestibles.
Cuando podíamos le pagábamos con la misma moneda, con suculentos bocados. Pero
sobre todo con cariño desmedido.
En un mundo tan
lleno de egoístas y calculadores, daba gusto contar con alguien como él a quien
le placía de sobre manera el dar.
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Hace un par de
años viajó a Cuba para atenderse de su rodilla. Me pidió una maleta. Le presté
un backpack Timberland que compré en
San Diego en octubre del 2000. Le gustó tanto que al regreso de su tour por la
isla hizo un pacto unilateral muy a su estilo: “Esa maleta ya es mía, pero
cuando la necesites te la presto”, me notificó entre risas.
Y así lo hice.
La mochilona azul fue conmigo a Los Ángeles, luego con él a tierras cubanas y
de vuelta conmigo a Las Vegas. Se la regresé cuando fue a Guadalajara a un
asunto de salud. Cada vez viajaba más por motivos médicos que de placer.
El viernes
pasado me llamó a las 9:20 de la mañana. Me dio las gracias por un libro de Saramago que le obsequié para su
convalecencia. Como siempre, hicimos bromas a costillas de nuestros amigos
mutuos. Charlamos siete minutos. Me dijo que se iría a descansar un par de
noches fuera de Tepic. Supuse que a la playa. –Llévate la maletita nuestra- le
pedí. “Mía, es mía” me corrigió socarronamente.
A ese viaje ya
no fue. Emprendió otro, más largo y en el que no era necesario empacar nada.
Ahí en la calle
Ures, dónde tantas veces charlamos, reímos, comimos sin freno, bebimos café,
vimos futbol, intercambiamos libros y recogimos opíparas vituallas, ahí se
quedó esa maleta como inerte testigo de nuestra amistad.
Twitter: @ehq